De tu sangre cautiva es una historia sentimental. Trata fundamentalmente de la amistad, el amor y la desesperación. Mas, no de una desesperación épica ni tampoco arquetípica, sino un cotidiana, en sordina. Una más cercana a las reflexiones existencialistas presentadas en el marco de la urbanidad y situadas por los personajes, contra el fondo de una ciudad. Que tiene una seña precisa, un nombre claro y distinto: Concepción. Contra este fondo, el texto, avanza en su historia, brindado un tiempo pausado, con algo de agobio (sostener estos rasgos como parte del -valga el término- “alma penquista” casi le costó el puesto académico a Jaime Giordano hace ya bastantes años atrás): una nostalgia fatalista y estoica que pareciera ser la característica del habitante de esta ciudad. Recuerdo en esto otras producciones: “La espera” de Jaime Riveros, editada allá por el 89, “Clima de optimismo”, novela del 1974, de Erich Rosenrauch, “Incidente en el Bíobio” de David Avello, publicado en el 89 y “Contra la Ternura” de Roberto Henríquez en el 89. Y hay más. Que no se crea que no tengamos nuestra -Andrés Gallardo y Daniel Belmar mediante- tradición de novelistas acá en la región. Y muchas de ellas comparten una constitución similar: son novelas reflexivas antes que voluntariosas, reconcentradas antes que vitalistas, silenciosas antes que vociferantes. Son novelas en que se presiente la lluvia, el viento, el cielo de nubes oscuras, el agua, el paisaje del sur. En el caso de Ingrid, el paisaje, más que un paisaje, es un personaje que se manifiesta como sustrato de una crónica urbana. Y en ésta se presiente, y -aún más- aparece como quien dijese en su día a día, la vida de nuestra ciudad. Calles, nombres, lugares, situaciones, que van enmarcando esta geografía, enlazada por otra geografía: la de un corazón. Y entre ambas, el tejido de las referencias que buscan en la literatura, la capacidad de entender: es el juego, provisto por una cultura que hace de su referencialidad literaria, un eje, un hilo de Ariadna, que guía al secreto que la protagonista desea confiarnos a ti, a mí, al lector. Un secreto de pocas palabras, de unas cuantas letras. La historia de su posibilidad de amor. He aquí lo que finalmente enlaza al personaje y su narrador, en un tercer ojo, que a veces mira, lee y escribe con ecos de Margarite Duras. Como un personaje de ésta, ELLA personaje, prueba amar, tal como ELLA otra repite lo que Margarite: "Escribir es tratar de saber lo que uno escribiría si uno escribiera". Tal vez haya algo de la Enfermedad de la muerte en la sangre cautiva. Tal vez en su despaciosa, minuciosa escritura – más cercana a un guión de Nouvelle vage que a las virtudes dudosas del sicologismo- hay una microfísica de las relaciones humanas, entrevistas desde la imposibilidad. Un tejido que tiene en el tiempo su principal sustrato. Y toda la urdiembre. Como piedras miliares o tótems se yerguen las marcas. Capítulos, muescas que arman el cuerpo arborescente de este libro; incisiones, que arrojan su arte en una palabra, capaz de entregarnos, no una guía, no una aclaración, no un anticipo ni una propedeútica, sino más bien el chispazo de una impresión vital. Leo títulos, en el índice: Heraldos, Bárbaros, Disco, Árbol, Volcán, Memoria.
¿Que esconden estos nombres? ¿Qué dicen y explican? ¿Qué señalan?
Si la historia posible de toda novela puede ser signada por los títulos de su función capitular (marcas de escritura sobre el tiempo escrito por el escritor), también es posible hacer su adivinanza y acaso su enigma, a partir de éstos. Y así, como chispas, llamas, el brillo del sol entre la espesura, broten las palabras.
Palabra de Ingrid. Para conocerla, tienes que leer. Fin.
Alexis Figueroa Racena
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